entre naturalezas
2021
Eduardo Serrano
Margarita Lozano ha sido una de las artistas más consistentes en la escena artística colombiana. A lo largo de las últimas siete décadas su obra se ha mantenido fiel no sólo a sus temáticas, sino principalmente a sus definiciones y valores. La misma convicción que alentó sus exploraciones infantiles, el mismo ánimo creativo que la impulsó desde temprana edad a buscar en el lápiz y el pincel la expresión de sus apreciaciones sobre el mundo y el mismo deseo de producir placer estético se han mantenido como pilares inamovibles de su producción otorgándole una cohesión y una unidad difíciles de igualar en el panorama artístico nacional.
No implica lo anterior que la obra de Margarita Lozano se haya mantenido estática durante setenta años ni que no haya diferencias entre sus trabajos de una y otra época, e inclusive, entre sus lienzos de un mismo período. Por el contrario, cada una de sus obras –a pesar de brotar de los principios pictóricos que han guiado toda su producción– acumula una sucesión de consideraciones y reflexiones temáticas, cromáticas, formales, sentimentales y anímicas singulares gracias a las cuales constituye una imagen original, única e independiente.
Su trabajo ha experimentado una clara evolución a través de los años y así se hace evidente en la entonación académica de sus primeras obras cuidadosamente plasmadas, pero sin alardes de experimentación, en la orientación, gestualidad y espontaneidad de sus obras posteriores, en la manera en que altera la realidad otorgándole formas y arreglos singulares en sus pinturas subsecuentes, y en la definida personalidad de sus colores al igual que en la clara admiración que se percibe por el trabajo de grandes maestros en distintos momentos de su producción.
No hay que olvidar que la artista nació en París en la época en que se consolidaban los principales movimientos que siguieron al impresionismo, ni que esa ciudad, gracias en gran parte a esos movimientos, se había convertido en la capital del arte mundial cuando, dos décadas después, se familiarizó con el arte y en particular con la pintura. En París y después en Roma tuvo la oportunidad de apreciar directamente las obras de los grandes maestros, así como de asistir a prestigiosas academias en las cuales aprendió las diversas técnicas que a mediados del siglo XX se utilizaban en las representaciones artísticas.
Esa es sin duda la razón por la cual al apreciar las obras de Margarita Lozano se despiertan en los conocedores del arte un sinnúmero de recuerdos y de asociaciones que, aunque ninguna demasiado afín, ninguna identificable con obras anteriores, ninguna especialmente cercana a los trabajos de otros artistas, de todas maneras permiten evocar, por su espíritu y carácter, ese momento de inicios del modernismo, de gran apogeo de la pintura, de grandes y conmovedoras expresiones artísticas y de una creatividad pictórica intensa que se ha mantenido hasta bien entrado el siglo XXI como uno de los períodos más deslumbrantes de la historia del arte.
Margarita Lozano ha sido, entonces, una artista privilegiada puesto que no sólo a través de libros y reproducciones (cuando no había otra alternativa para los artistas latinoamericanos, tan lejos de la historia del arte desde los tiempos coloniales hasta mediados del siglo XX), sino directamente, conoció, valoró y evidentemente admiró algunos de los cambios que en ese entonces se producían en el devenir de la pintura. La artista vivió en carne propia las transformaciones artísticas de la primera mitad del siglo XX, aunque ese mismo privilegio, en vez de ameritarle en Colombia el reconocimiento pertinente por haber asimilado oportunamente y haber introducido en el país nuevas consideraciones del modernismo, fue mirado con evidente desazón por parte de la crítica de entonces que consideraba que no era válido que una joven de sociedad capitalina se interesara en la pintura.
Pero es claro que la artista no pudo escoger la clase social en cuyo seno nacer y crecer rodeada del afecto y el apoyo de sus familiares los cuales, sin duda, contribuyeron a infundirle la seguridad que la pondría a la luz como artista. Pero lo que sí pudo escoger por sí misma dentro del amplio abanico de posibilidades que se abrieron para la pintura a mediados del siglo XX, y que eligió con una decisión y claridad que redundaron en los estéticos resultados de su obra, fueron los objetivos representacionales, cromáticos, formales y compositivos que distinguen su trabajo concediéndole un temperamento y una identidad inconfundibles.
Entre las posibilidades que se abrían a los artistas en esa época y que efectivamente llamaron la atención de Margarita Lozano se cuentan: el interés de los pintores nabis por los temas domésticos y las sutiles deformaciones de la realidad debido a la emoción que le suscitan los sujetos que representa, así como el empleo provocativo del color de los artistas fauvistas al igual que su dedicación a tres temas principales: la naturaleza muerta, el retrato y el paisaje.
Por todo lo anterior se puede afirmar que la obra de Margarita Lozano introdujo en Colombia aspectos importantes de algunos de los movimientos que siguieron los propósitos creativos antiacadémicos iniciados por el impresionismo, movimiento cuyas miras se conocieron en el país a través del trabajo de Andrés de Santa María. Pero la obra de Lozano está más cerca del expresionismo, no tanto en el sentido del gestualismo que generalmente se asocia con este movimiento y al que también acudió en una época, sino en el sentido de que altera la realidad para imbuir sus representaciones con sus particulares sentimientos y emociones acerca de la naturaleza y de las cosas.
El área de su trabajo más conocida y discutida por los comentaristas de arte ha sido la naturaleza muerta, y no sin razón puesto que gran parte de su obra se halla orientada hacia la representación de frutas, verduras, cubiertos y otros objetos inanimados sobre mesas y otros tipos de muebles por lo regular de su cotidianidad. La casi totalidad de sus naturalezas muertas –al igual que la mayoría de las pinturas de este tipo en todas partes– aparecen en ambientes interiores, y si bien algunas de ellas no son muy específicas acerca de su entorno presentándose frente a fondos luminosos, indescifrables, otras, en cambio, dan clara cuenta –por las alfombras, y por cuadros, bibliotecas, espejos y otros objetos– del lugar donde se presentan, generalmente recintos de su residencia.
Los elementos de sus naturalezas muertas son también, como la casi totalidad de las obras de esta modalidad, cuidadosamente dispuestos, ordenados de forma que no se obstruyan visualmente, o que, si lo hacen, de todas maneras, permitan ser identificados por los segmentos que dejan a la vista. Sus imágenes, pese a incluir similares elementos (lo que daría pie a la repetición) son infinitamente variadas evidenciando su fértil imaginación, su recursividad para las composiciones y, sobre todo, sus principales intereses por la luz y el color.
La luz colabora con el brillo y tersura de las frutas y con la alegre disposición de las flores, pero, curiosamente, como en las naturalezas muertas de Fernando Botero, no proyecta sombras, o si lo hace, no son muy definidas de manera que no interfieran ni con la radiancia de algunas de sus imágenes, ni con la sobriedad de otras; atributos que obedecen posiblemente a los estados anímicos de la artista y, por supuesto, al colorido de los sujetos.
Así, las naturalezas muertas, tanto de flores como de frutas, con frecuencia reúnen varias especies otorgándoles una viva policromía y brillantez, aunque también las hay de una sola especie, y también de verduras y otros comestibles como huevos, generalmente ubicados en canastos y acompañados por objetos como relojes, teteras y otras piezas de elegantes vajillas.
La frecuente inclusión de un reloj en sus composiciones podría tomarse como una alusión al paso del tiempo puesto que, en las naturalezas muertas a partir del siglo XVI, este tipo de enseres se leían como recordatorios del transcurso de la vida y eran elementos habituales en las pinturas de vanitas, es decir en las representaciones acerca de la inevitabilidad de la muerte, de las cuales se ejecutaron interesantes ejemplos en Colombia. No obstante, en el caso de sus obras la presencia de los relojes tiene otro sentido. El reloj es claramente antiguo como muchos de los otros objetos de carácter doméstico que acompañan a las flores y los frutos, todos los cuales son relativamente elocuentes acerca de la personalidad y estilo de vida de la artista.
No todas sus naturalezas muertas son refulgentes, las hay también taciturnas y nostálgicas en cuyo caso parecen reflejar la luz melancólica de la sabana dada la entonación armónica y a veces asordinada de su colorido. En estas representaciones es más evidente la atmósfera soñadora e idealista que realmente está en el trasfondo de todas sus obras. Algunas son, inclusive, en blanco y negro, lo que también puede ser indicativo de su talante, de sus sentimientos, pero que sugieren igualmente un reto artístico: el de prescindir del color para comunicar por medio del dibujo y con la sola composición, formas y contornos su credo estético.
Las naturalezas muertas de Margarita Lozano transmiten una gran placidez sin que esto implique que no reflejen profundas emociones, sino, más bien, que las domina y las somete a su oficio de pintora. En muchas de ellas los objetos y comestibles entablan interesantes diálogos cromáticos con la decoración de los tapetes y de los papeles de colgadura que se integran sutilmente a la imagen.
Son trabajos, además, que transmiten una sensación de soledad, pero no de una soledad impuesta o atormentada, sino de una soledad pacífica, positiva, de ayuda a la concentración. La artista ha expresado que pinta su “propio y solitario mundo”, de donde se infiere que la soledad desempeña un papel importante en su proceso creativo, que su pintura –a pesar de reflejar el mundo exterior– brota de su interior, que responde principalmente a sus pensamientos y percepciones, y que en ella es fundamental su independencia, su privacidad.
Y con esa misma mirada intimista de su entorno, Margarita Lozano desarrolla una serie de retratos, cuya producción se ha dado al igual que las naturalezas muertas en todas sus épocas, aunque en menor proporción. Se trata en su mayoría del retrato de niños, con frecuencia indígenas o negros, como si intentara expresar que toda la humanidad participa de los mismos sentimientos. Y como reiterando la percepción de su inocencia, en buen número de sus retratos los infantes aparecen con las vestimentas propias de la primera comunión.
En estas composiciones, como en las naturalezas muertas, la disposición de las figuras y de todo lo que las rodea es expresivo. Las figuras no se presentan siempre centradas, por el contrario, con frecuencia aparecen un tanto lateralmente dando espacio a las flores y otros elementos que las suelen acompañar. Pero los niños no se muestran sonrientes sino juiciosos, serios, mirando de frente, como aludiendo a la curiosidad y a los deseos de conocer el mundo que son propios de la corta edad.
Lo curioso, sin embargo, es que también en la mayoría de estos retratos aparece la naturaleza, generalmente flores que acompañan a los sujetos reiterando el apego de la artista por el “reino vegetal”, por las plantas y jardines, compañía que expresa sus propios sentimientos y apreciaciones sobre la infancia, la vida y el mundo. Sea este el momento de comentar que la artista maneja con la misma idoneidad el óleo y el pastel, y que la mayoría de estas composiciones, así como buen número de sus otras temáticas, han sido ejecutadas al pastel, lo que provee a las representaciones cierto brillo especial, simultáneamente vivo y suave. El pastel fue un medio favorito de algunos impresionistas, pero también de los nabis, y especialmente de Vuillard.
Y este apego a la naturaleza, resulta igualmente evidente en buen número de sus pinturas de interiores en las que, a pesar de representar lo contrario al aire libre y a la luz del sol y de no constituir el punto central de la representación, la artista se las arregla para hacer perceptible mediante floreros y fruteros su devoción por el mundo vegetal. En este tipo de obras es evidente el deleite de la artista con la forma y el color de los objetos, con sus proporciones, con su ubicación en el espacio, con sus relaciones entre sí, no siendo extraño que se haya citado con frecuencia a Bonnard como un referente en su trabajo. Después de todo, en la obra de Lozano también es evidente lo que los franceses han identificado en las pinturas de este artista como joie de vivre, como la alegría, o el placer de vivir.
Pero su obra trae igualmente a la memoria el carácter intimista de la obra de Vuillard, otro de los pintores nabis que también fue afecto a la pintura de interiores, especialmente por la inclinación de ambos hacia los objetos de la vida cotidiana, así como por la propensión a incluir figuras, como el niño tocando el piano o la niña comiendo en el caso de la pintora colombiana, según se puede apreciar en sus pinturas de este tipo.
Ahora bien, pese a la mencionada preferencia de Margarita Lozano por la representación de la naturaleza no deja de resultar extraño que se haya comentado apenas muy someramente sobre sus pinturas de naturaleza viva, es decir, sobre sus representaciones de paisajes y parajes las cuales, por supuesto, hacen perfectamente ostensible esa devoción por la vida vegetal en todas sus manifestaciones que ha sido el hilo conductor de su obra y de este texto.
La naturaleza viva, cuya representación ha figurado en todos los períodos del trabajo de Margarita Lozano, tiene poca relación con sus predecesoras nacionales: los paisajes de los artistas agrupados en La Escuela de la Sabana. No sobra recordar que si bien hubo en el país esporádicas representaciones del paisaje nacional desde el período colonial, lo cierto es que el paisaje como un tipo de pintura establecido, apetecido por el público y a través del cual los artistas buscaron proyectar ideas y sensibilidad, no simplemente documentar el aspecto de regiones o accidentes geográficos, tuvo sus orígenes en Colombia en 1894 con la creación de la cátedra de paisaje en la Escuela Nacional de Bellas Artes, en Bogotá, por los pintores Andrés de Santa María y Luis de Llanos, quienes eran conscientes de que a lo largo del siglo XIX la pintura de paisajes había logrado escalar las más altas posiciones en la jerarquía de los temas artísticos.
En la obra de Luis de Llanos, por ejemplo, son perceptibles los argumentos paisajistas heredados de la Escuela de Barbizón, mientras que en la de Andrés de Santa María se evidencia su sintonía con el impresionismo. Posteriormente también con el expresionismo, e inclusive con los fauvistas, como Lozano, pero a través de un colorido matérico y desarrollado después de su retorno definitivo a Europa. Puede afirmarse entonces que la pintura de paisajes surgió primeramente en Colombia de la unión de dos conceptos artísticos contradictorios ambos de origen francés.
Y de raíces francesas es también la pintura de Margarita Lozano la cual podría apodarse como “modernismo romántico” ya que la ejecución de sus pinturas se halla con frecuencia matizada por un poético idealismo. Al igual que en sus naturalezas muertas, el color es el que impone el carácter de sus naturalezas vivas. Es decir, Margarita Lozano no busca reproducir una naturaleza muerta, ni un paisaje, ni una persona de manera realista, sino la emoción que le producen dichos sujetos; expresar los sentimientos que la embargan ante la presencia, especialmente, del mundo natural.
En lo que sí coinciden los artistas de La Escuela de la Sabana y Margarita Lozano es en la admiración por el altiplano cundiboyacense, aunque también de manera diferente. A los primeros les interesaba encontrar rincones o recodos inéditos, sus rocas, sembrados y ríos, sus vistas, y su ubicación privilegiada en la cresta de los Andes. A Lozano le interesa la luz sabanera, su vegetación, sus jardines y flores, y su atmósfera tenue y sutil.
Pero los paisajes de Margarita Lozano también incluyen la vegetación de tierra caliente, de Nocaima, una pequeña población, no sabanera, sino montañosa, ubicada a una corta distancia de la capital, cuyo clima cálido y húmedo y sus ricos suelos dan sustento a una naturaleza feraz que crece entre estanques y quebradas, y que combina la flora nativa con plantas foráneas. Variedad de helechos y, sobre todo, de flores entre las que sobresale, por la intensidad de su color, el achiote, cuyas valvas la artista ha incluido con frecuencia en sus naturalezas muertas, complementando la vistosidad de esta atractiva región.
No obstante, si en alguna modalidad es clara la gran libertad con que Margarita Lozano interpreta cromáticamente sus sujetos es en sus paisajes, en algunos de los cuales, por ejemplo, las montañas del fondo se visten de rosa y de lilas, o los árboles de rojo, y en general las plantas adoptan colores imposibles científicamente, pero posibles por demás en la imaginación de la artista, y del observador que se permite transportar mentalmente a su mundo de ensueño y poesía.
Es entonces cuando el observador ha llegado al meollo de sus obras y puede disfrutarlas plenamente puesto que ya no se les mira como testimonios de la realidad, como documentos sobre el planeta, sino más bien como evidencias de la capacidad artística para crear mundos sorprendentes donde la verdad es subjetiva y se mide más por la fidelidad a una idea que por sus coincidencias con el mundo visible.
La artista podría decir como Matisse: “Cuando pongo verde, no es yerba; cuando pongo azul no es el cielo. El dibujo da la composición, el color da la sensación”. Además, si se considera el empleo expresivo del color y el dibujo fluido que se trasluce en los contornos de las representaciones de Lozano, así como la intención de suscitar tranquilidad, armonía y serenidad, es manifiesto que el maestro francés –la figura más destacada del Fauvismo– ha sido un referente conceptual en su producción.
Pero si bien algunos de sus colores son arriesgados, la mayoría de las veces se trata de una reinterpretación o intensificación de los colores naturales de manera que los amarillos sean siempre intensos, los verdes lustrosos y los rojos relucientes. Igualmente, desde un punto de vista formal, es claro que la artista pinta in situ, es decir ‘del natural’, como se decía anteriormente, y en frente, o en medio, del mismo lugar que representa. Es evidente, sin embargo, que simplifica y omite detalles de las plantas, y que altera libremente la vecindad de unas con otras.
Lo paradójico, sin embargo, es que, precisamente por su libertad cromática y por otros aspectos de su trabajo como la conciencia del carácter cambiante de la naturaleza, estas representaciones de Lozano tienen un aire de contemporaneidad que las individualiza e incita a apreciarlas con los ojos desprejuiciados con que se miran, por ejemplo, los paisajes de David Hockney, cuyas últimas pinturas de esta modalidad también presentan tonalidades imaginadas, no ceñidas estrictamente al natural, o las de Daniel Heidkamp, quien registra la historia vegetal de determinados lugares con un colorido de influencia fauvista.
Ambas obras son consideradas representativas de la pintura de paisajes en la actualidad. No hay que olvidar que esta modalidad pictórica se ha dado en todas las épocas, por lo menos a partir del siglo XVI, constituyendo un testimonio tanto de los cambios en la naturaleza como de los cambios en la consideración artística de la pintura. Y la obra de Lozano, al igual que las de los mencionados maestros, presenta la naturaleza, no sólo como digna de ser explorada pictóricamente y de ser plasmada en un momento dado, sino de ser disfrutada, a través de la pintura, como una experiencia directa de la naturaleza misma. Puede afirmarse, en consecuencia, que su producción ha cobrado una nueva vigencia a través de su perseverancia.
Su relativo realismo parte de su percepción de los espacios, las cosas y los hechos para formar una impresión consciente de la realidad física de su entorno. Desde este punto de vista su obra pareciera argumentar que hay un gran placer en la búsqueda de la belleza, y en la admiración por las cosas agradables del mundo y de la vida. La evolución del paisaje de Margarita Lozano se da dentro de sus propios parámetros, y su causa y motor es la búsqueda de excelencia en la expresión de su propia definición del arte.
Sus pinturas de exteriores no cubren por lo regular grandes panoramas, sino que se trata más bien de parajes, o sea de espacios aislados no muy extensos, en los cuales no se vislumbra el horizonte y donde cada árbol, cada planta, cada flor asume el rol de protagonista. En la mayoría de estas pinturas los distintos elementos se encuentran dispuestos cuidadosamente, como en sus naturalezas muertas, es decir sin que ninguno obstruya visualmente la apreciación del otro.
En su trabajo figuran igualmente espacios elevados como los que ocupan los árboles, vigorosos y de fuerte ramaje, testimonio del poder de la naturaleza, pero en la mayoría de sus obras las alturas también son limitadas debido a lo cual rara vez se aprecian las guaduas en su totalidad. Sólo fragmentos de sus tallos arbóreos, que pueden medir hasta veinte metros de elevación, acompañan las hojas y las flores que no alcanzan su esbeltez y que ocupan los primeros planos constituyéndose en las protagonistas.
En algunos de los paisajes de Lozano matas de plátano cuyo nombre científico, ‘musa paradisíaca’, hace honor a su esplendor, y palmeras originarias de varios países del mundo, por lo regular no muy altas, sobresalen entre la vegetación que sólo alcanza la altura de arbusto o que trepa sigilosa por todo lo aledaño. A veces parecieran como cascadas de hojas y de flores que aportan a sus obras una agradable frescura visual y cierto barroquismo, cierto ordenado abigarramiento, así como una temperatura y humedad claramente tropicales.
Este barroquismo acerca su obra a las pinturas coloniales en tanto ambas buscan producir una reacción, y una reacción hasta cierto punto espiritual, porque los parajes y paisajes de Lozano exponen tal admiración por el mundo natural que conducen a pensamientos trascendentales acerca de la salud y supervivencia del planeta.
Muchos de estos paisajes son como resúmenes de sus jardines, en particular de aquellos cultivados por su esposo, Enrique Cavelier, quien, consciente de esta inclinación de la artista, se preocupó por rodear sus entornos con numerosos árboles y plantas, a veces organizados de tal forma que traen a la memoria, por la devoción que ponen de presente ya que no por el tipo de vegetación ni por su diseño, los jardines de Monet en Giverny, y también los representados por Van Gogh en el hospital de Arles.
Es decir, la obra de Margarita Lozano hace plenamente perceptible una clara sintonía con algunos capítulos de la historia del arte y una entusiasta receptividad hacia determinados valores de la pintura de distintas épocas. No obstante, a la artista nunca le interesó el devenir y consecuencias de movimientos vanguardistas como el cubismo, el constructivismo, el pop o el hiperrealismo, a diferencia de buen número de los artistas colombianos del mismo período quienes se acogieron, en uno u otro momento, a algunos designios de tales movimientos.
Hoy, cuando el vanguardismo se considera un propósito obsoleto, cuando no existen movimientos paradigmáticos de cuyos planteamientos se derive la validez de las obras, los valores de la pintura de Margarita Lozano pueden apreciarse con más neutralidad, con menos dependencia de los dictámenes del mercado o de los estilos. Aflora así su personalidad, la individualidad de su trabajo, pudiendo afirmarse que, en su caso, rindió frutos el aislamiento conceptual, el haberse mantenido incontaminada de los variables dictámenes de ‘lo actual’ y de esa actitud de aparente objetividad que ha venido suprimiendo al individuo, al ser humano considerado singularmente, como argumento y como autor y receptor de las obras de arte.